Mes de Concienciación sobre la Salud Mental en Minorías “Salud mental en minorías”

 

En 2008, el Congreso de Estados Unidos instituyó el mes de julio como el Mes de Concienciación sobre la Salud Mental en Minorías bajo el nombre de Bebe Moore Campbell National Minority Mental Health Awareness Month.  . La figura que lo inspiró e inspira es la de Bebe Moore Campbell, escritora y activista afroamericana que denunció las barreras que enfrentan las comunidades minoritarias, migrantes, étnicas y otras similares, en el acceso al cuidado de la salud mental, y en especial al diagnóstico y tratamiento de los trastornos mentales que se representan estadísticamente de manera significativa en estos grupos. El objetivo es visibilizar las desigualdades sistémicas que enfrentan esos grupos. Es así que el mes de julio es integralmente una ocasión para visibilizar los diferentes aspectos que hacen a ese constructo que es la salud mental en las minorías.

Más allá de su origen norteamericano, y las particularidades que estableció su figura referencial, esta conmemoración nos invita a plantearnos una pregunta urgente desde una realidad global, ya que  nos desafía a pensar qué sucede en nuestras propias tierras con su marco cultural y social especifico, donde las minorías y las desigualdades pueden manifestarse de otra manera. Así la pregunta es ¿Cuáles son nuestras minorías?, y ¿Cuáles son los rostros de esa necesidad no satisfecha o entendida quizás?, es decir ¿cómo se manifiesta en nuestra realidad de América Latina?, y al mismo tiempo  ¿qué pasa con la salud mental de esos grupos, a veces individualizados bajo el nombre de colectivos, cuando viven bajo capas de invisibilidad estructural?

Cuando se piensa en «minorías», muchos imaginan colectivos numéricamente pequeños o marcados de una manera muy específica y lejanos a la propia realidad social. En el origen era un más centrada en un grupo específico, la comunidad afroamericana en Estados Unidos. Pero en nuestra región, la palabra minoría no describe necesariamente a los pocos. Describe, más bien, a los ignorados. A quienes viven en condiciones de invisibilidad estructural: migrantes desplazados por crisis políticas o económicas, personas con sufrimiento mental que son rechazadas por sus familias, sobrevivientes de abuso sexual, mujeres empobrecidas, personas LGBTIQ+ patologizadas, personas con discapacidad confinadas al encierro o la dependencia, personas con adicciones de todo tipo, o en situación de calle  y/o pobreza extrema. En realidad a todos  las que sufren trastornos mentales sin contención ni tratamiento al no ser visibles o considerados como necesitados. Muchas veces se preguntan sobre el incremento de las consultas, como indicador de alguna situación relativa a la salud mental, pero una creciente mayoría es la compuestas por esas minorías que no aparecen en las estadísticas porque nunca llegaron a una consulta. Es eso que no vemos, pero esta y cada vez más. En el silencio de sus vidas, el sistema no escucha, algo similar a todos los traumas de baja visibilización, y encuentra así su excusa para no intervenir.

Estas minorías no acceden a la salud mental de forma igualitaria. Pero el problema no es solo la falta de acceso, sino también cómo, y desde dónde, se accede. Es decir el problema no es solo la falta de acceso a una intervención relativa al salud mental, sino particularmente la forma en que se accede, que se llega a un sucedáneo de atención. Muchas minorías psicosociales ingresan al sistema de salud mental no desde el cuidado, sino desde el castigo, por ejemplo siendo judicializadas, medicalizadas sin consentimiento, etiquetadas con diagnósticos que refuerzan su exclusión. No es infrecuente en el ámbito forense que una madre se “alegre” que su hijo quien padece de un cuadro adictivo, sea detenido a la ocasión de un delito, ya que “por fin” se podrá hacer algo. Al mismo tiempo, la psiquiatría, cuando se distancia del contexto social o no lo interpreta adecuadamente, puede transformarse en una forma de control y silenciamiento. Un acto violento, puede ser la única manifestación de un cuadro de desesperación y la solución no es la sedación extrema o el encierro, sino escuchar e intervenir en consecuencia, y quizás si usar las herramientas clásicas, pero en un marco amplio de comprensión de la realidad de fondo.

Según la Organización Panamericana de la Salud (OPS), en su “Informe sobre salud mental en las Américas” (2022)  en América Latina menos del 2,5% del gasto total en salud se destina a salud mental. En muchos países, los servicios públicos son insuficientes, fragmentados o inaccesibles. La atención especializada escasea, se concentra en centros urbanos, y no alcanza a quienes más lo necesitan. La población que forma parte de esas minorías, tiene tasas más altas de adicciones, depresión y ansiedad, pero rara vez accede a atención integral. Las personas con discapacidad intelectual o del desarrollo enfrentan tasas de institucionalización forzada que no se justifican ni por razones médicas ni humanas según el mismo informe.

Un estudio de la revista The Lancet Psychiatry (2020). (Social determinants and depression: an integrated perspective.) advierte que los determinantes sociales tienen un peso equivalente o superior a los factores biológicos en la aparición de cuadros depresivos, especialmente en contextos de vulnerabilidad. Esta situación al igual que otras relativas  a los derechos humanos de los pacientes psiquiátricos han sido señalados en informes del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos (OHCHR). (Mental health and human rights.). Estos mismos han alertado sobre la persistencia de medidas coercitivas en salud mental, particularmente en América Latina, donde dicen, persisten prácticas superadas en salud mental como el encierro y la segregación. (Human Rights Watch (2023). https://www.hrw.org.)

Los factores estructurales que agravan la brecha son por ejemplo el estigma cultural que está a la base de diversas situaciones que conmueven a la sociedad por la no atención aun cuando las alertas son claras. Estar en tratamiento psiquiátrico, estar medicado o “ir al psiquiatra” se asocia con debilidad, locura, o como hemos visto repetido en casos últimos resonantes en los medios, como sinónimo de peligrosidad y violencia. Otro factor es que en muchos casos existen barreras lingüísticas, que no solo puede ser no hablar la lengua dominante, sino no entender las modalidades lingüísticas aun cuando por ejemplo supongamos que hablando todos castellano, los significados o las formas de expresar emociones sean diametralmente diferentes. La comprensión  del código cultural es fundamental más allá de la lengua. También se ve por ejemplo en personas en situación de calle y sirve de ejemplo, es la desconfianza hacia los sistemas de salud en muchos casos ligados a haber vivido situación en las que sienten discriminación o maltrato médico previo. Al mismo tiempo en esa particularidad y diversidad, entender estos diferentes actores en un contexto, lleva a poder comprender cada una en su marco especifico y establecer en consecuencia espacios y políticas adecuadas.

En relación con todo esto se impone una reformulación de los conceptos de sociología, psicología y quizás un más profundamente antropológicos imperantes. La salud mental no puede entenderse fuera del contexto cultural. Esto implica adaptar diagnósticos, intervenciones y seguimiento en los cuales la clínica no reduce a la persona a un diagnóstico, sino que comprende su historia, su cultura, su trayecto vital e integra el síntoma, es decir el emergente médico, a un marco que le dé sentido y permita comprenderlo. Eso implica también que el profesional actuante tenga una sólida formación en diversas áreas que no forman parte de la curricula académica. La salud mental no puede pensarse al margen de la historia, el territorio y la cultura. Es esencial preguntarse primero de dónde viene ese dolor, ese malestar, antes de etiquetar con una patología. En este contexto los grupos de pares y redes comunitarias en la que el individuo entienda que es incorporado a un marco que le es conocido y no genera temores, puede ser la diferencia entre la medicina y porque no la iatrogenia.

Cada persona que queda fuera del sistema no es una estadística, sino el testimonio de una sociedad individualista que intenta establecer universales y muestra cómo fallamos como sociedad. Pero ese caso único también es una posibilidad para reflexionar y hacer las cosas de manera distinta. La clínica no es una guía de síntomas sino que es establecer una narrativa común, una comunicación de respeto que signifique una ética del encuentro. Es la decisión de no reducir al otro a un diagnóstico, aún menos a un número de clasificación nosológica, sino de reconocerlo como sujeto de derechos, como portador de una historia única y que es y a la vez se va a encontrar, con un interlocutor válido.

Este julio, mes de la “Concienciación sobre la Salud Mental en Minorías”, podemos proponernos como conmemoración no una declamación sino un cambio de paradigma que implique otra forma de mirar y de escuchar, y que esto leve a otra forma de práctica. Esa otra forma es una con justicia social y esto solo puede ser con la convicción de ver en el otro a un par en toda su humanidad, aun en la diversidad. Reconocer las historias silenciadas, los dolores y subjetividades ignorados,  incluso negadas, es el reto y el llamado. El sufrimiento no es una neurotransmisor alterado sino una estructura en crisis y eso debe llevar a un amplio acto humano.

 

 

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